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José Luis Corral: “Historia contada de Aragón”

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“Vivir es haber vivido”. Así de rotundo, sin otro matiz, expresa André Gide su concluyente enunciado. Lo dice sin duda convencido de algo que para todos nosotros resulta, cuando menos,  aceptable, y lo dice, además, con un propósito que todos debemos entender, no otro que el que nuestra vida no sería casi nada sin la memoria, sin nuestra memoria. Son los recuerdos los que nos hacen, los que nos forman, los que nos personalizan, jalones donde anclarnos, donde hacer un descansillo y continuar sin prisa hacia el horizonte final que nos espera. Haber vivido es disponer de todo aquello que constituye lo que verdaderamente ha de significarse como nuestra vida vivida. Gide lo dice desde un plano puramente individual. Sin embargo, todos nosotros, como tales individuos, formamos parte de una comunidad social cuyos orígenes se pierden en el tiempo. Nos hemos empeñado en hacer memoria para saber de dónde venimos, cuál es nuestra procedencia, por qué, cómo y para qué somos y estamos aquí, incluso ahora, en este instante mismo que en seguida pasará. Esa comunidad de la que somos parte integrante tampoco sería casi nada sin su memoria. El enunciado de Gide sirve, pues, para ilustrar no sólo la defensa, sino la necesidad de reconocernos en un marco común. Como especie, nos interesan algunas cosas compartidas, pero éstas se diluyen en la universalidad biológica y en su proceso evolutivo natural. Se trata de una memoria aséptica en la que sólo nos reconocemos como seres humanos, como una entidad que la filosofía especulativa clásica dispuso como un anthropós. Sin embargo, cuando ese espacio puramente antropológico, indisolublemente unido a un onthós, alcanza una entidad cultural y va progresivamente adelgazándose hasta conformar comunidades afines, con rasgos distintivos frente a otras comunidades, podemos empezar a hablar de Historia. La historia es la memoria de una comunidad social y cultural con sus rasgos idiosincrásicos, aunque, desde luego compartida y necesariamente contaminada de un acervo común y universal que no debemos perder de vista. Ya no es la simple historia del hombre; ahora se trata de una historia en cierto modo individual frente a la de otros grupos sociales y culturales, de manera que, en este plano interpretativo, memoria e historia coinciden y vienen a ser sinónimos. No es extraño, por lo tanto, echar de menos de vez en cuando la carencia o ponderar la conciencia de la “memoria histórica” de los pueblos, y atinar cuando decimos que un pueblo no está completo sin su pasado. Tenemos la obligación de recordarlo para seguir avanzando a base de imitaciones o rectificaciones; no debemos dejar de ojear nuestra historia, “con la barba en el hombro” como habría dicho el Diablo Cojuelo.

Pues bien, cuando eso no ocurre, cuando se nos olvida echar la mirada atrás, cuando por diversas razones prescindimos de ese sano ejercicio y, por otras, alguien invade nuestra idiosincrasia con descortesía, falsedades y afán de conquista; cuando quien participando de una cultura común trata con egotismo de convertirla en unívoca arrebatando lo común para sancionarlo como privado y para sí; cuando eso ocurre, tenemos que recurrir a los guardadores de la Memoria histórica.

Hoy tenemos la fortuna de contar aquí -y en este libro- con uno de los más celosos guardianes de ese tesoro único y tantas veces intransferible. A los que vivimos en esta tierra, la Historia contada de Aragón nos interesa particularmente, y nos interesa porque la historia de Aragón ha sido, desde la transición, zarandeada sin pudor. Es, en consecuencia, un libro interesante en su estricto sentido etimológico, escrito además para nuestro interés y redactado para todos. José Luis Corral no especula con los datos, porque la objetividad documental es, más que consistente, contundente. Lo ha escrito con maestría didáctica porque ese era su objetivo: ser un libro pedagógico, lejos de los avatares académicos, del cientificismo disciplinar y del aparato notarial. Se trata de un libro para entenderlo y entendernos, valor mayúsculo cuando de lo que estamos tratando es de historia, la misma historia que ha transitado por tortuosas sendas de todo lo contrario. Es un libro, en definitiva, para hacer memoria, un ejercicio terapéutico para espantar la amnesia.

Todo esto para empezar, porque si seguimos en el camino que el propio José Luis Corral nos traza, el camino diacrónico, sabremos en seguida que la prehistoria, esa parte de nuestro pasado cuyos ancestros no conocían aún la escritura, nos ofrece un panorama que para nosotros quisiéramos hoy en muchos sentidos: ilimitado; ilimitado quiere decir sin límites que se dispusieran artificialmente para segregar o alojar en no se sabe qué márgenes a unos pobladores por otros. Ése era, en cierto modo, un espacio idílico en el que la naturaleza imponía sus normas de modo aséptico, para todos igual, en abstracto, cuyas disputas o  reposos eran atributo de la naturaleza. Ese espacio en el que la magia, el misterio, la adivinación, la fantasía, el sueño y la credulidad constituían la única política posible. El derecho natural era, pues, un órdago que se echaba a diario al entorno, al combate de la supervivencia y a la experiencia brutal de quienes todavía andaban buscando una Razón (lo escribo con mayúscula) sin encontrarla. No existía entonces Aragón, ni luego, ni después. Debieron pasar más de mil años de nuestra era para poder atisbar ese topónimo, que fue ayer y es hoy, más que un  topónimo.

Ese período nos muestra a través de la cronología de José Luis que los modos de vida, el conocimiento, el comercio, la artesanía, la teogonía de los pueblos que transitaron la Península Ibérica durante ese período prehistórico y las posteriores invasiones del norte, del sur, y del este determinaron la formación de una cultura y un espíritu, un carácter y una conducta  mixta, aleada, diversa y, claro, muy rica. Y era necesario comenzar por ahí porque es de la única manera que podemos disponer de una referencia de contraste para calibrar en la medida propia de cada inteligencia la exacerbación del ego colectivo que hoy se esgrime con fines muy concretos, pero, sobre todo, con aspiraciones identitarias que faciliten la consecución de privilegios negados a otros pueblos. Sabemos que esta postura es fundamentalmente política y que está muy lejos de aquella otra que citaba para los antiguos pobladores; sobre todo está muy, muy alejada del orden natural y de la evolución misma de la historia, de sus ideas, de sus designios y de sus azares.

No seré yo quien diga que lo que hoy ocurre era evitable; antes al contrario, era inevitable: lo hecho, hecho está. Pero hace bien José Luis Corral en no alejarse de esta visión comparativa para saber de dónde venimos realmente.

Sería prolijo ir repasando una tras otra las quince etapas en que este libro está ordenado. Ni es propio para mi intervención ni lo es para vuestra paciencia. Algo diré, sin embargo, porque lo que quiero destacar es su morfología, el método seguido para hacer de Historia contada de Aragón un acabado ejemplo del axioma horaciano Docere et delectare. José Luis Corral enseña en este libro deleitando, efectivamente, pero, además, con el mejor de los métodos ilustrados, se erige en una suerte de Mentor que va guiando y revelando las incógnitas que le plantean sus Telémacos. Hijos, primos, amigos, tíos y sobrinos constituyen el contrapunto de la curiosidad entendida desde el verdadero aprendizaje. El diálogo hace así más fluida y amena una narración fundada en la documentación histórica, apoyada en la verdad conocida y le otorga la flexibilidad suficiente para que el narrador incorpore con sabia discreción breves reflexiones muy a tener en cuenta. Como Fénélon con su Telémaco redivivo, como Anfitrión con su Heracles, o como el Dómine con el novicio de Alpardagueras, José Luis Corral va poniendo, ante los ojos a veces asombrados de sus pupilos, cada cosa en su sitio, construyendo un edificio cronohistórico en el que la flexibilidad y la resistencia de los materiales resulta un factor esencial.

De esas reflexiones que cito, me detengo en una, en la página 65: “las personas tienen que ser más importantes que los nombres de los Estados y de las naciones… éstos han cambiado, como siguen haciéndolo, a lo largo de la historia.” Hay aquí un poso roussoniano, una enseñanza afecta a la ética social, pero también a la de la conducta. Desde que Aragón, en 1035, comienza a gatear, el historiador irá jalonando su devenir a través de una genealogía precisa, suficientemente detallada y aderezada con amenos sucesos propios de los avatares de su expansión: batallas, pactos matrimoniales, rituales supersticiosos, acontecimientos que van dibujando la fisonomía de cada época e ilustrada con tablas demográficas y mapas de los distintos estadios. Disponemos así no sólo de un perfil social y humano de nuestro territorio, sino que contamos con datos objetivos que nos informan de una realidad difícilmente refutable.  Claro que ésta no sirve a todos y, como el propio Corral se encarga de citar en otro de los breves descansillos de la narración, “hay cronistas que tergiversan los acontecimientos a propósito y, por supuesto, hay algunos que escriben historia falsificándola de manera consciente”. Lo ilustra con la hipótesis de la muerte de Roldán en el Roncesvalles navarro, cuando lo más probable es que esa muerte se produjera en el valle aragonés de Hecho, y lo confirma con la invención legendaria de Wifredo el Velloso, según la cual -y según los catalanes- este conde barcelonés instauró los colores de la bandera aragonesa señalando con sus dedos tintos en sangre las cuatro barras sobre el escudo amarillo del rey de Francia. “No es historia, es una leyenda”, rinde concluyentemente su palabra el propio Corral.

El esplendoroso pasado cultural de la taifa saraqustí, que hizo de Madînat al-Baida un ejemplo de convivencia pacífica de musulmanes, cristianos y judíos; la expansión del reino bajo la espada victoriosa de Alfonso I; las conquistas de Jaime I y Pedro III; la expansión por el Mediterráneo hasta la propia Constantinopla con Pedro IV; la peste que asoló el reino hasta extremos casi insostenibles; el Compromiso de Caspe, que puso fin a la dinastía de Petronila y Berenguer…, Corral va devanando el hilo de una historia aragonesa en la que tampoco renuncia al ejercicio censor, ponderadamente censor, apoyado, por lo tanto, en el conocimiento exhaustivo de los hechos, lo cual le concede autoridad suficiente para alentar su ánimo crítico cuando es oportuno. Este  lado más comprometido del narrador nos da muestras de su carácter a través de criterios que, sirviendo a la verdad, ponen en la picota la actitud de buena parte de la nobleza aragonesa empeñada en defender a ultranza sus intereses particulares en perjuicio de un concepto político más elevado, circunstancia que fue muy dañina para el devenir de la sociedad, de la economía y de su autonomía institucional. Esos criterios se manifiestan también por medio de los grandes quebrantos que supuso para Aragón la política centralista a partir de Carlos I y del progresivo declive y la pérdida de su peso específico dentro de las “Españas” regidas por la casa de Austria, la cual –nos dice José Luis Corral- censuró la obra historiográfica de Jerónimo Martel por no ajustarse a la visión política del Felipe III. Otras acciones en contra de la realidad histórica aragonesa son apuntadas por el autor, como la actitud de algunos historiadores castellanos que han hecho de la historia de España una historia exclusivamente de Castilla, soslayando las importantes aportaciones aragonesas a nuestro pasado común.

Se advierte una fugaz recuperación del prestigio aragonés en el siglo XVIII gracias a sus “ilustrados” Pignatelli, Conde de Aranda, Félix de Azara, Martín de Sesé o Goya. Pero la heroica resistencia de Zaragoza en la Guerra de la Independencia a principios del siglo XIX, al margen de su intrínseco valor épico, obliga a José Luis Corral a decir, primero: “Me repugnan las guerras, es ahí donde se muestran las más profundas miserias de los seres humanos”. Para añadir a continuación que “Napoleón, a quien muchos consideran un héroe… para mí no era sino un militar lleno de ambición y capaz de conducir a la muerte a miles de personas tan sólo para obtener su propia gloria.”

Todo el siglo XIX representó un período inmerso en la atávica costumbre española de enzarzarse en guerra tras guerra. El nefasto Borbón Fernando VII, uno de los personajes más nocivos para la historia española, trasladó también a Aragón, como no podía ser de otra manera, los conflictos que desencadenaron su reinado. Juramento y abolición de la Constitución de 1812, fusilamientos, exilios de liberales, las guerras carlistas tras su muerte, en fin todo un rosario de nefandas cuentas que, unido a las epidemias de cólera, diezmaron la población española y, en particular, la aragonesa. Aragón no sólo fue perdiendo luego oportunidades de desarrollo durante la Revolución Industrial, sino que, además, fue un territorio cuyo descenso demográfico castró para el futuro sus posibilidades de avance. Podemos deducirlo gracias a los datos que José Luis va proporcionando, creando a la vez una atmósfera de deducciones que el lector puede ir confirmando u obviando.

La burguesía aragonesa, entre tanto, seguía a lo suyo: acumular rentas y tumbarse a la bartola. Zaragoza fue la única población que incrementó su censo a costa de la emigración interior y a algunas modernizaciones de su industria y de sus comunicaciones. José Luis Corral va dando datos sobre éste y los períodos posteriores que, a veces, ponen los pelos de punta. Pero quiere dejar bien clara una cosa: que lejos de la hipertensión emocional que pudiera argüirse desde la lamentación del aragonés por cuantas agresiones u omisiones hayan sufrido sus instituciones públicas y políticas, su cultura y su ser utópicamente unívoco; las consecuencia de una administración centralista que lo dejó sin capacidad de maniobra; la búsqueda de sus prístina fundación; la malversación que han sufrido las crónicas históricas de Aragón respecto a su protagonismo y aportaciones a la suprahistoria de nuestro país; lejos de todo esto y quizá de mucho más, lo que debe quedar claro (y así va desgranándose de sus reflexiones y de sus conversaciones con los distintos interlocutores), es que también el carácter aragonés adoleció de falta de iniciativa en muchas etapas de su intrahistoria. Una nobleza tozuda, una burguesía dada a la molicie y una población que reaccionó unas veces tarde y otras mal, constituyen factores no menudos que, junto a coyunturas azarosas, coincidencias intuidas y evidencias de la Ley de Murphy, es imperativo considerar para comprender por qué y cómo hemos llegado hasta aquí. Aquel “decaído Aragón”, como el propio Corral lo llama, hizo esfuerzos por salir de su profunda ruralización y el siglo XX trajo algún rayo de esperanza: la exposición internacional de 1908 y la expansión urbana de Zaragoza, la industria tansformadora de materias primas, la industria química…  Pero la Guerra Civil dio de nuevo al traste con la modernización de España, y Aragón, dada su mayoritaria inclinación republicana, sufrió como pocas la represión franquista. José Luis Corral da muchas pistas sobre estos acontecimientos. El exilio de nuevo y un período de oscuridad sin paralelo en la historia contemporánea europea. En este trance, el narrador ya no para en mientes en lo que incumbe a su propia visión de los acontecimientos, quizá porque resulta un período para nosotros conocido o muy cercano, en el que la información y la recuperación parcial de la memoria común ha ido dilatando el conocimiento de unos hechos trágicos casi felizmente superados hoy. Sin embargo, muerto Franco y su dictadura con él, otra vez (y dale con que la abuela fuma) Aragón fue sobrepasado por los acontecimientos. La naciente democracia española relegó a un territorio histórico como Aragón a un proceso político y a la recuperación de sus señas de identidad a través de la vía lenta, superándola otras comunidades que en ningún caso gozaban de un perfil histórico contrastado; ni siquiera disponían de ese perfil.

Precisamente por haber sido constreñido a sus ocasos (circunstancia que queda más que clara en esta Historia contada de Aragón), pero, porque las circunstancias geoeconómicas en el actual contexto de desarrollo, otorgan a Aragón de nuevo un plus en su proyección nacional y europea, no debemos ahora repetir los errores del pasado. Yo creo que, en definitiva, la advertencia implícita de José Luis Corral una vez concluida la lectura es precisamente ésa: haber aprendido lo que fuimos y lo que hicimos para no desaprovechar la presente coyuntura y dinamizar nuestro porvenir, aplicarse con inteligencia a consolidar una cultura que tiene mucho de nuestra memoria y que es preciso no sólo recuperar en sus aspectos más positivos, sino también revitalizar en sus manifestaciones presentes y futuras. Sigue habiendo grupos de poder situados en una perspectiva política que nos recuerda aquella galvana de la burguesía rural adinerada, pero analfabeta, ombliguista y egoísta. No la necesitamos, pero depende de todos nosotros (también de los que hoy estamos aquí, en esta sala) reconstruir nuestro proverbial sentido de la ecuanimidad y recuperar esa parte de la dignidad perdida que sigue sufriendo (ya vengan del centro o de nuestra antigua periferia) agresiones gratuitas y vengativas.

Dignitatis memores ad optima intenti.


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